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Extender la mano para tocar es uno de los primeros gestos que ensayamos para reconocer el mundo. Ya en el siglo IV a.C., Aristóteles propuso una teoría de la aisthesis -o sensación- que proponía que nuestros cinco sentidos están ordenados jerárquicamente, siendo el tacto el sentido fundamental para la vida mientras que la vista, el oído, el olfato y el gusto constituían solo un complemento de la sensación táctil. Para Aristóteles, solo el tacto proporciona una imagen real de la naturaleza intrínseca del mundo, de forma tal que la sensación táctil de un objeto sería indicativa de su carácter innato.
El escenario del tacto se encuentra principalmente en la piel, el más extenso de los órganos del ser humano, donde se ubican las diferentes clases de receptores nerviosos que se encargan de transformar los distintos tipos de estímulos provenientes del exterior en información susceptible de ser interpretada por el cerebro.
El tacto es el primer sentido que se desarrolla dentro del útero y el último que se pierde con la edad. Incluso antes de nacer comenzamos a responder al tacto, primero en torno a la zona de la boca y luego en forma descendente desde la cabeza hacia los pies. A las 32 semanas de gestación el embrión humano ya puede sentir y comprender la temperatura, la presión y el dolor.
Numerosos estudios han demostrado la importancia del tacto para los seres humanos. El contacto físico con otras personas es una condición imprescindible para el establecimiento de relaciones saludables y para comprender el entorno. Es esencial para el desarrollo ya que induce el apego entre padres e hijos y ayuda a fortalecer la salud emocional y fisiológica. También se ha demostrado que la falta de contacto físico puede producir un aumento en la tasa de mortalidad infantil.
La experiencia háptica
Investigaciones llevadas a cabo a mediados del siglo XX ya habían revelado que hay que distinguir entre el tacto activo o percepción háptica -que se acompaña de diversos movimientos exploratorios, especialmente de los dedos de las manos- y el tacto pasivo o percepción táctil. Dada su conexión con el procesamiento motor, la percepción háptica es elemental para el aprendizaje, el esquema corporal, la orientación en el espacio, el control motor, las actividades reproductivas y la percepción en las personas ciegas.
Siendo el tacto un sentido que recibe información a través del contacto físico, las superficies juegan un papel significativo en las cualidades hápticas del entorno al mismo tiempo que limitan la adquisición de información a la zona circundante inmediata que puede ser accesible; el registro háptico limita la percepción a la extensión del brazo.
En una investigación realizada con personas no videntes se comprobó que el mobiliario es tan importante como la arquitectura en sí misma y que ambos se perciben como un todo en la percepción háptica. Las características de los materiales, tanto en los muros como en los muebles y el pavimento, pueden adquirir relevancia por sí mismas y actuar a modo de señales, caminos, nodos, bordes y fronteras tal como se describen en un contexto visual. La experiencia háptica de las superficies puede contribuir a crear una atmósfera en sintonía con las otras modalidades sensoriales.
Además de las formas que tocamos es importante tener en cuenta qué parte del cuerpo va a tocar o ser tocada ya que cada parte se caracteriza por tener más o menos sensibilidad y puede diferir en cuanto a la reacción háptica. Por ejemplo, los estímulos percibidos por los pies, la espalda, los brazos y los hombros son menos intensos que los que se sienten en la mano o en los labios. Por lo tanto, las superficies en contacto con nuestras manos requerirán una textura diferente de aquellas destinadas a guiar nuestros pasos4.
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